Una fiesta inimitable que, sin renunciar a su componente tradicional, persevera en incorporar nuevos lenguajes y diversificar su gestión.
¿Quién no ha escuchado o pronunciado hasta la saciedad, en los últimos años, el término «maravilloso/a»? Una gustosa palabra que, de tan manida, a veces parece vacía. Cuando se acude directamente, con insistencia, al superlativo para resaltar las bondades de algo, se corre el riesgo de devaluarlo y que no resalte, como debería, la excelencia.
Como tierra quijotesca por antonomasia, siempre se antoja oportuno recurrir a la sabiduría de Miguel de Cervantes, quien sí utilizaba cada palabra con precisión, alejándola de grandilocuencias huecas. Al igual que otros escritores de su tiempo, se sirvió de ellas para rociar sus obras de magia. Lograba la fascinación de las gentes a través de sus desternillantes «maravillas»: ¿quién no recuerda la gesta del caballo Clavileño, la ensoñación de la cueva de Montesinos...; o, por supuesto, cómo unos pícaros desquiciaban a todo un pueblo haciendo "aparecer" lo inexistente ante sus ojos, en su falso retablo? El sabio alcalaíno (y adoptivamente manchego) comprendió, como pocos, que un espectáculo no solo es una vía para entretener sino que, mediante su aparente sencillez, puede servir como una profunda lección al representar el alma humana. Sobre un escenario, se eleva lo mejor de una sociedad.
Si hay un elemento que se cuenta entre los mejores escaparates de la sociedad, ese es el de la mujer. Cervantes fue uno de los pioneros en defender, a su manera y en medio de una época convulsa, el papel relevante de la figura femenina. Relatos como El Quijote son también historias de mujeres. A través de las diversas facetas de sus personajes femeninos, coloca a la mujer como justa personificación —no excluyente, sino compartida y particular— de inteligencia, elegancia, belleza, bondad, fortaleza, fuente de vida...
Precisamente, ese «retrato de las maravillas» sociales encarnadas en la mujer es, con toda prudencia y salvando las distancias, lo que lleva haciendo el Certamen Reina de La Mancha desde su concepción. En la edición que esta vez nos ocupa, el evento ha recuperado su emplazamiento habitual, arriesgando con determinación al introducir cambios en la gestión de uno de sus pilares: la Cena posterior a la ceremonia. En general, los cambios son algo complejo pero conveniente: con ellos se abandona el estancamiento de la inercia. No es sino a medio plazo cuando, a fuerza de afinar, dan sus mejores resultados. Como bien sabrán agricultores y ganaderos —y otros tantos oficios— de la región por su día a día, no es sino a base de paciencia como se recoge la mejor cosecha.
El Certamen Reina de La Mancha sigue en boca de muchos, y en positivo. Una sana popularidad lejos de haber tocado techo, según se observa en los últimos años.
Muchos son responsables de ese éxito. Son tantos y justos los agradecimientos que se repiten estos días que, esperando contar con su complicidad, desearía, por mi parte, detenerme solo en algunos. Al público, indiscutiblemente, por acercarse cada año con su curiosidad; al equipo de Organización —una generación prometedora, se lo digo con conocimiento de causa— por reforzar su voluntad por trabajar en cada detalle; y, desde luego, al alcalde de Miguel Esteban, Marcelino Casas Torres, y a la concejal de Festejos del municipio, Pilar Lara, por su apuesta por el trabajo en equipo y apertura a nuevos enfoques.
Así habrá de asegurar su buen futuro el certamen: a paso corto, pero firme.
Así, lo seguiremos demostrando:
como nuestra Reina, ninguna.
Miguel Ochoa Ramírez
Comunicación, promoción e identidad corporativa
Equipo de Organización
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